miércoles, 11 de noviembre de 2015

Visitante nº137

     Carlos estaba allí en condición de visitante, como siempre. Allí, en la destartalada mansión, donde el asesinato había ocurrido tantas veces que se le nombró el rango de “encantada”. Ciento treinta y cinco muertos en un periodo de tan solo diez años.

     Noventa y siete de ellos en la fiesta de cumpleaños de un adolescente donde hizo explosión una bombona de butano. El mismo homenajeado la había colocado en el salón principal, cerrando a cal y canto todas las ventanas. Noventa y siete chicos y chicas calcinados.

     Carlos sabía que en la mansión, cerrada para siempre después de la masacre, era donde a menudo se encontraba furtivamente su mujer con su amante, por eso, ese día había decidido llevar su pistola: Una Beretta de nueve milímetros con el cargador lleno. Se había introducido por la parte trasera, atravesando una verja que hacía tiempo estaba desprovista de candado.

     Esa noche la falta de luna amparaba los actos más impuros. 

     El tiro fue certero; En la cabeza, entre los ojos. Un segundo después del fogonazo su mujer caía al suelo inerte. Carlos, con la sangre fría que proporciona una buena dosis de alcohol, observó tranquilamente al muchacho que tenía frente a él. El chico, de unos veintitrés años, miraba aterrado el cuerpo sin vida de Sandra. La miraba con lágrimas en los ojos y la cara descompuesta por el horror.

      Tienes suerte, muchacho. Siempre fue una ramera de rojos labios. Puedes irte. La culpa no es tuya— dijo Carlos al muchacho mientras bajaba el arma. El chico, conmocionado, salio a correr como alma que lleva el diablo.

      Carlos, temblando un poco ahora algo más conmocionado, se sentó en el suelo junto al cadáver aun caliente de la que fue su esposa.

   Hasta que la muerte nos separe— se despidió Carlos introduciendo la pistola en su boca y apretando gatillo.

     Ciento treinta y siete muertos en tan solo diez años son demasiados.



martes, 3 de noviembre de 2015

La última ciudad (Relato)

7 de Enero de 2006

La tarde caía presurosa augurando mi propia caída. El ambiente estaba cargado y húmedo. Se podía oír el sonido del viento, parecido al grito de un animal furioso que es cazado. Me encontraba de pie, a orillas de aquel precipicio. El viento me acariciaba furiosamente el rostro y, allá abajo, las olas golpeaban violentamente contra las rocas.

Sin pensarlo dos veces, me precipité al vacío. Dicen que cuando estás a punto de morir pasa toda tu vida por delante de tus ojos, y es cierto. La primera imagen fue aquel bar cargado de humo y gente que hablaba casi gritando, intentando que los oyeran por encima de la alta música.

12 de Agosto de 2005

-¿Está ocupada?- Dijo una voz suave.

Sin mirar siquiera de donde provenía esa voz - No -. Dije yo. Aun pensativo sobre temas que no recuerdo y que muy pronto no podré recordar. 

-Gracias- Respondió de nuevo la musical voz. 

Mientras me giraba para sonreír a aquella persona algún borracho pasó a su lado. La empujó y dejó caer mi copa, que había soltado para encender un cigarro. Cuando la vi, no sonreí, que principalmente era lo que quería hacer, si no que me quede de piedra. Estaba empapada. La copa había caído sobre su vestido blanco. Su pelo negro se deslizaba por sus hombros, como cortinas de seda mecidas por el viento un día soleado de primavera. 

-Lo siento- Dije. 

Ella me miró. Tendrías que haber visto esos ojos. Su mirada era la propia noche, como la propia noche en la laguna Estigia. Penetrante. Llena de sueños no cumplidos, pero a la vez con más ilusiones que una madre a punto de dar a luz. 

-No es culpa tuya- Dijo. Sus labios sonrosados se movían cautelosamente, saboreando una a una las palabras. 

Entonces desperté. Tenía el cuerpo dolorido. En la habitación se podían ver los rayos de luz entrando por las pequeñas rendijas de la persiana y pequeñas motas de polvo suspendidas en el aire. Ya había amanecido. Me levanté y observé la cama, que como siempre, estaba manchada de sangre. No se por donde sangraba. Todas las noches pasaba lo mismo. La cama llena de sangre y yo sin ningún rasguño. Había pensado incluso en poner alguna cámara para grabarme cuando dormía. Era lo único que se me ocurría hacer para desvelar el misterio.

Hace tiempo que no dormía bien. Siempre tenia ese mismo sueño y siempre, en ese mismo momento, despertaba con la cama bañada de sangre.

Vivía en una casa pequeña, sin demasiados lujos, en un pequeño pueblo en la frontera sur de Francia; Port-Vendres. Mi trabajo no era lo que se dice un buen trabajo, pero me daba para vivir. La casa estaba desordenada, no tenía demasiado tiempo para limpiar. No siempre fue así. Hace tiempo estaba casado y era el padre de dos niñas preciosas. Marta y Susana. Pero un día me dejó, sin coger si quiera una mísera maleta. Dejó toda su ropa en la casa y se llevó a las dos pequeñas como si lo que pretendieran con ello era recordarme a diario lo solo que me encontraba.

Era día de fiesta o algo así y, sin aún pasar las doce del mediodía, ya estaban de nuevo allí. Dos niñas gemelas, de unos nueve años. Siempre jugaban en mi jardín y me arrancaban cuantas flores veían crecer. Siempre salía corriendo a evitarlo, pero por muy deprisa que corriera, cuando salía por la puerta ya no quedaban flores y las gemelas se habían marchado.

Volví dentro. Me cambié de ropa para salir y tomar un desayuno rápido en el bar de la esquina. Al salir, allí estaban, era la primera vez que las veía de tan cerca. Las dos gemelas me observaban muy quietas en la puerta de mi casa. No pude decir nada, no se, me hubiera gustado regañarlas por lo que hacían todas las mañanas, pero no pude.

-Hoy no han crecido muchas flores- Dijeron casi al unísono. – ¿Por qué no cuidas más tu jardín para que no pase lo que puede pasar?- Dijo una de ellas, la de la izquierda. 

-¿Queréis que cuide mi jardín? Pues dejad de destrozármelo todas las mañanas- Dije sin preocuparme demasiado de algo tan surrealista. – Además ¿Qué es lo que puede pasar?- Sonreí a una de ellas. A fin de cuentas, solo eran dos crías.

-No lo puedes saber todo- Dijo una de ellas. –Únicamente no te olvides de respirar- Me sonrieron e inmediatamente echaron a correr. 

Las perseguí a través del jardín, pero cuando crucé la esquina, ya no estaban. No se donde pudieron esconderse, pero ya no estaban. La calle permanecía vacía. Parecía como si nadie se hubiera levantado esa mañana para hacer la compra o dar un paseo por el parque bajo el precioso sol. Aunque no me preocupé demasiado por todo esto, puesto que aun estaba medio adormilado y me dolía un poco la cabeza por culpa del maldito sueño.

Entré en el bar donde desayuno todas las mañanas. Solo estaba el camarero que leía el periódico sin prestarle demasiada atención. 

-Buenos días, Jaime- Le dije. Pero el no respondió. A final va a resultar que si estaba prestando atención a la lectura.

Me acerque a su lado y me fijé. Estaba dormido. Intenté despertarle dándole un par de golpecitos en el hombro.- ¡Vamos! Despierta, Jaime. No es de buena educación hacer esperar a los clientes- Pero nada. Entonces me di cuenta. El periódico que leía estaba completamente en blanco excepto la página principal. Lo único que ponía era una cifra. 170.120.061.320.

¿Estaba soñando otra vez? Algo raro pasaba. Algo que recordaba vagamente. Todos los números me resultaban familiares. Exceptuando los cuatro últimos. Estaba despierto, eso es seguro. A no ser que…

Salí corriendo del bar. Hacia la costa. Lo más extraño de todo era que no había ningún sonido. Sólo mi respiración y mis pasos. El ambiente estaba cargado y ya comenzaba a oler el mar.

A lo lejos, se veían tres figuras. El sol se ponía por detrás de ellas y no podía distinguirlas. Estaba atardeciendo. Habían pasado solo diez minutos de las 11 de la mañana y ya atardecía. ¿Qué estaba pasando?

Cuando llegué el corazón me latía a cien por hora. Allí estaban, la mujer de mis sueños y las dos gemelas. Esperándome.

-Hazlo y termina de una vez con esta locura- La voz suave y melancólica de la mujer agarró mi alma. Estaba allí, con su pelo ondeando el fuerte viento. Me sonreía. O eso parecía.-Respira por ti mismo- Dijeron las gemelas.

-¿Qué queréis que haga? ¿Quiénes sois?- Dije gritando intentando hacerme oír por encima del sonido de las olas golpeando entre las rocas.

Esta escena me resultaba familiar.

-Somos lo que tú quieras. Queremos hacerte ver. Nunca estuvimos tan cerca de ti como ahora. Vamos, no tengas miedo. Termina esta pesadilla- Dijo la mujer mientras secaba una lagrima que resbalaba por su mejilla sonrosada.-Lánzate-

-¡Estas loca!- Grité

-No. No estoy loca. Se lo que digo. Además, ¿Qué te queda? Tu mujer y tus hijas te han dejado. Únicamente vives para trabajar. No tienes amigos. Tu vida es una tragedia. Acaba con ella.- Se dieron la vuelta y se marcharon dejándome sólo en aquel acantilado. En el fondo sabía que tenían razón.

El ambiente estaba cargado y húmedo. Se podía oír el sonido del viento, parecido al grito de un animal furioso que es cazado. Me encontraba de pie, a orillas de aquel precipicio. El viento me acariciaba furiosamente el rostro y, allá abajo, las olas golpeaban violentamente contra las rocas.

Dicen que cuando estás a punto de morir pasa toda tu vida por delante de tus ojos, pero eso no es cierto. Mientras caía no pensaba en nada. Sentía paz. 

Antes de chocar contra las rocas. Desperté.

Lo primero que comprendí fue la cifra. 170.120.061.320 17-01-2006 13:20 de la tarde. Estaba en la cama de algún hospital. Se oía el pitido constante de alguna maquina. Estaba completamente lleno de cicatrices y sangraba. Me dolía todo el cuerpo. A mi lado dormía una mujer de pelo negro. La hermosa mujer de mis sueños. Mi mujer.

La puerta se abrió. Entraron dos niñas gemelas. En sus manos traían flores. Entraron y cambiaron las que había en el jarrón. Que ya estaban marchitas. Eran mis hijas. Marta y Susana. Al lado del jarrón había una nota. “No te olvides de respirar”. La letra era de mi hija Susana. Inconfundible.

El final de todas las cosas a veces se vuelve borroso. Oscuro. Mi Mujer despertó con el ruido que hacían mis hijas. Cuando se dieron cuenta que había despertado me sonrieron.

-Descansa- Dijo mi mujer mientras apretaba contra su pecho una foto que nos hicimos las vacaciones pasadas.

La habitación cada vez se volvía más oscura. Mi mujer agarro un enchufe de la pared y tiró de el. Al fondo, en el pasillo, podía observar como la gente que pasaba se hacía cada vez más borrosa. Miré a Sonia, mi mujer, y por su rostro resbalaba una única y solitaria lágrima.

La maquina se paró. El silencio se hizo absorbente. Pesado. Miré la nota: “No te olvides de respirar” y al fin, después de tanto tiempo de pesadillas, lo conseguí.



lunes, 2 de noviembre de 2015

Todos mis futuros

Te busco en las ruinas de mi mente y mi memoria y estás ahí, en el único edificio intacto, donde se concentran todos mis sueños.

En el que hay habitaciones de futuro:

En una de ellas te preparo la cena mientras tú, en el sofá, das al pecho a nuestro precioso bebé.

En otra saltamos borrachos, riendo, llenos de vida, mientras suena sweet child o mine.

En otra encendemos una chimenea, y por fin tenemos leña de repuesto para no pasar frío.

En otra espero que llegues a casa leyendo un libro de cuentos eligiendo el que te leeré esa noche.

En otra, simplemente muero, con tu mano sosteniendo la mía.

En otra reímos.

En otra hacemos el amor a oscuras. En otras muchas a plena luz.

En otra discutimos, nos perdonamos, lloramos y volvemos a hacer el amor.

En otra me cuentas como te ha ido el día.

En otra me consuelas, algo grave debió pasarme, y me siento protegido en tus abrazos.

En otra te espero impaciente mientras terminas de maquillarte para salir, a un concierto o yo que sé, mientras no entiendes mis razones de esa impaciencia cuando vamos bien de tiempo. Cariño, no es por el tiempo, es porque tus arrugas no necesitan maquillaje. El tiempo te sigue maquillando de experiencias.


En todas y cada una de esas habitaciones nos amamos. Mientras todo a mi alrededor sigue en ruinas por que las ruinas de mi mente no son más que espacios sobrantes de mi vida sin ti, Soledad.